La cabaña estaba sumida en un silencio extraño, roto apenas por la respiración entrecortada de Facundo. El fuego de la chimenea ya se había apagado, y Valeria, cansada, se sentó en la silla de siempre, con los brazos cruzados. El amanecer avanzaba lento, pintando de gris los troncos húmedos que se veían por la ventana.
Un ruido de motor rompió aquella calma. Un vehículo se detuvo en el claro, y poco después, unos pasos firmes y seguros se escucharon acercarse a la puerta. Valeria no se movió al instante; se limitó a observar con sus ojos verdes fijos en la entrada, como una pantera expectante.
El golpe de los nudillos resonó seco.
—¿Señora Valeria? —preguntó una voz grave, controlada, con un timbre que no necesitaba presentarse demasiado.
Ella se levantó con calma y abrió. El hombre que apareció era todo lo contrario a la rusticidad de la cabaña: traje oscuro, abrigo largo, zapatos pulidos a pesar del barro del bosque. Tenía unos cuarenta años, rostro afilado, cabello corto y