La ciudad parecía contener la respiración cuando Clara y Mateo cerraron la puerta del apartamento detrás de ellos. No encendieron ninguna luz. El resplandor anaranjado de los faroles de la calle se colaba por la ventana, bañando la sala en un claroscuro inquietante.
Mateo dejó el saco en el respaldo del sofá y caminó hasta la cocina sin decir palabra. Abrió el grifo, llenó un vaso de agua, pero no lo bebió. Sus manos temblaban apenas perceptibles, y su rostro —pálido y contraído— lo delataba.
Clara se quedó de pie, observándolo en silencio. Desde el pasillo del bufete había visto esa transformación: el hombre que contestaba una llamada en un idioma que no entendía, que golpeaba la pared con furia y que volvía con una sonrisa forzada, como si nada hubiese pasado.
Finalmente, la tensión le ganó al silencio.
—Mateo —dijo ella, con voz suave pero firme—. Te vi. Te vi hablando en ese idioma… parecía ruso. Tu expresión me asustó. Tenías rabia en los ojos, como si el mundo se te hubi