Escuchar ese nombre, Esther, me dejó inquieta. El chico estaba llorando y, por alguna razón que no comprendía, me dieron ganas de acercarme. Mi corazón se apretó como si compartiera un dolor que no era mío. Quise dar un paso hacia él, pero me detuve. Ni siquiera lo conozco… ¿por qué me siento así?
Me di la vuelta para seguir mi camino, cuando de repente sentí que alguien sujetaba mi mano. Era él.
—No te vayas —me dijo, con la voz quebrada.
Me giré despacio, aterrada, y lo miré. Sus ojos azules, húmedos, parecían atravesarme. Tragué saliva con dificultad.
—D-déjame en paz —alcancé a decir, y en cuanto me soltó, salí corriendo sin mirar atrás.
No paré hasta llegar a mi apartamento. Cerré la puerta con fuerza y me recargué contra ella, jadeando. Mi mente seguía repasando la escena, ese chico extraño… su llanto… y esa absurda necesidad de llorar que había despertado en mí al verlo.
¿Qué me pasa?
Esa noche apenas pude dormir.
A la mañana siguiente, mientras caminaba hacia la universidad, i