Había pasado una semana desde que desperté.
El mundo seguía girando, aunque a veces sentía que el mío apenas intentaba ponerse en movimiento otra vez. El hospital olía a desinfectante, a limpieza artificial, a tiempo suspendido. Cada día era igual al anterior: las mismas paredes blancas, las mismas voces apagadas en los pasillos, las mismas enfermeras que entraban y salían para comprobar que seguía viva.
Pero lo estaba.
Estaba viva. Y eso, después de todo lo que había pasado, ya era un milagro.
Durante esos días, recibí visitas de todos. Kael, Demian, Jimmy, incluso Brett y Val se aparecieron con flores y dulces que jamás toqué porque el simple olor del azúcar me revolvía el estómago. Todos parecían aliviados de verme despertar, aunque sus miradas tenían un matiz de tristeza, como si no supieran cómo hablarme sin recordarme que estuve tan cerca de perderlo todo.
Esa mañana, Thara me había contado algo que me dejó pensativa.
—No hemos visto a Cardan desde que te enfermaste —dijo, cruzá