El sonido agudo del lector de código de barras me sacó de mi ensimismamiento. Parpadeé un par de veces, observando cómo la luz roja recorría el lomo del libro que tenía en las manos.
—Son doce con cincuenta —dije, con mi mejor sonrisa de cajera.
La clienta me devolvió una sonrisa amable, tomó su bolsa de papel reciclado y salió del local dejando tras de sí una pequeña campanita que tintineó cuando la puerta se cerró. Volví a mirar el reloj de la pantalla de la caja. Quedaban dos horas para cerrar.
El olor a café tostado flotaba en el aire. Al fondo, el molinillo zumbaba suavemente mientras Ethan, mi compañero de turno, preparaba otra tanda de espresso para los clientes que preferían estudiar de noche. Books & Brews siempre tenía ese ambiente acogedor, con sus estantes de libros polvorientos, sus luces cálidas y su música suave de fondo. Era tranquilo. Seguro.
Y, sin embargo, yo sentía un vacío. Como si algo me faltara.
No sabía qué.
Era como cuando sueñas algo muy vívido, pero al desp