El aire entre nosotros pareció cortarse, pesado y cargado de electricidad. Brian me miró fijamente, una ceja arqueada y ese aire imponente que tantas veces había intentado romper, sin éxito. Leonard y Richard aún estaban en la sala, pero su presencia se desvaneció. En mi mundo, solo existíamos él y yo, encerrados en una burbuja donde la tensión podía prenderse fuego en cualquier segundo.
El dolor en mi garganta era una piedra invisible, un nudo que me pesaba todo el cuerpo. Dentro de mí se libraba una pelea silenciosa: gritarle, pegarle, llorarle… o pretender indiferencia. Fingir que nada me dolía, aunque por dentro me carcomía.
Brian cerró la carpeta que tenía sobre su escritorio. Sus ojos verdes buscaron los míos, derribando las murallas que había construido. Ese imán intangible volvió a atraerme.
—Laurent, ¿qué querías decirme? ¿O acaso… piensas huir como esta mañana?
—¿Huir? Ja, por favor. Yo no huyo.
—¿Ah, no? —dio un paso, y luego otro, acercándose lento, felino, como un depredad