63. ¿Tú crees eso?
El dolor que invadía mi corazón era suficiente para destrozármelo. Las constantes muestras de cariño de Caleb eran como un acicalamiento a mi herida. El mismo gesto que hace un animal herido al lamerse.
Me quedé ahí, sollozando. El tiempo pasaba. Mi sensibilidad estaba intensificada. Cada lágrima que caía era un ardor de fuego y promesas rotas. Tras un rato dejé de llorar, no porque no quisiera, sino porque mis lágrimas parecieron secarse.
Con tranquilidad —como si supiera que en ese momento necesitaba cariño— me depositó en el sofá. Desapareció un rato en la cocina y volvió con un vaso de helado y una cuchara. Me lo pasó. Lo tomé. Se sentó a mi lado y, como cuando éramos niños, apoyé mi cabeza en su hombro.
—Cómelo, el helado libera dopamina —dijo con calma, llevándose una cucharada a la boca—. Lo necesitas.
—Pero… pero… —intentaba no sollozar, pero fue imposible—. Vas a llegar tarde al trabajo.
—Nah, hoy —o mejor dicho, en la madrugada— me llamaron para hacer una cirugía de emer