53. ¿Cuánto?
Me mantuve en total silencio, mirándolo con una rabia que no sabía que aún era capaz de sentir. Ese hombre… ese maldito sinvergüenza. El mismo que huyó como una rata cuando su esposa enfermó. Que nos dejó a la deriva, cargando una casa llena de deudas y un hueco tan grande que ni el tiempo logró tapar. El que robó el dinero del tratamiento con la excusa más miserable del mundo, como si su vida valiera más que la de mi madre.
Y ahora estaba ahí. De pie. En mi puerta. Como si tuviera derecho. Que mereciera algo.
Vestía como lo que era: un desastre. Camisa amarilla manchada, descolorida, con olor a cigarro barato y a alcohol fermentado. El pantalón sucio, colgándole de las caderas, y el cabello desordenado, mojado de sudor. Y lo peor… esa sonrisa. Esa sonrisa torcida que siempre usaba cuando quería manipular. Cuando buscaba disfrazar su veneno bajo una voz suave.
—Entonces, querida hija… ¿quieres que vaya donde tu noviecito? —dijo, con una falsa inocencia que helaba la sangre—. Porque los