Podría reconocerlo hasta el fin del mundo, hasta que dejase de respirar reconocería a quien alguna vez amó. El ser más despreciable de éste mundo. Sólo necesita verlo unos cuántos segundos, fijos en sus ojos azules, para saber que el mismo hombre que la hundió es el mismo que la mira con fijeza.
—¿Gladys?
Gladys retrocede otra vez, ignorando cualquiera de sus llamados porque recuerda cómo besaba a Esmeralda, como le decía que a ella nunca la amaría. Mientras su corazón se rompe, Gladys aprovecha la parada de un autobús al sentido contrario. Corre hacia ese autobús sin mirar atrás.
—¡¿Gladys?! ¡Gladys, espera! ¡Soy Juan Pablo!
Gladys sube los escalones del autobús y desesperada le grita al conductor.
—¡Conduzca, se lo ruego! —exclama. Por su consternación y agobio el conductor salta en su asiento y acelera. Gladys abraza con más fuerza a su bebé, oyendo los gritos de Juan Pablo persiguiendo prácticamente el autobús.
—¡Gladys! —ruge Juan Pablo al correr tras el autobús—. ¡Para éste carro! ¡Por favor!
—¡No pare! —Gladys le ordena al conductor con lágrimas en los ojos—. ¡No lo haga! ¡Ese hombre me hizo daño!
—S-sí, señorita. No se preocupe —el conductor balbucea, acelerando aún más fuerza de la calle, y al doblar, la calle se une ya con la autopista, cuya dirección elige el conductor a los segundos.
Juan Pablo finalmente se detiene con los ojos abiertos, jadeante, sudando y con el corazón en la mano. Se lleva las manos a la cabeza con desaliento.
—Juan Pablo. ¡¿Qué mierdas acabas de hacer…?! —viene su hermano, Ismael, tras de él—. ¡Estuviste a punto de asesinarnos!
Ismael no puede continuar con sus quejas porque Juan Pablo lo agarra de la camisa y lo estrella con la pared.
—¡¿Qué carajos te ocurre…?!
—¡Me dijeron que había desaparecido! ¡Qué no sabían dónde estaba ¡Que se la habían llevado para otra reclusión y que desde ese momento ella se había escapado! ¡Nadie sabía donde estaba! ¡Acabo de ver a mi ex mujer como una pordiosera en medio de la calle! —Juan Pablo grita rojo de la desesperación—. ¡¿A dónde se llevaron a Gladys cuando fue acusada?!
—No lo sé, m****a. ¿Por qué habría de importarnos una mujer que engañó a todo el mundo? ¡Se merecía la cárcel…!
—Cierra la boca —Juan Pablo exclama al soltarlo—. Se suponía que Gladys estaba encerrada en una cárcel fuera de Colombia. Pero la mujer que vi no es la Gladys que yo conocí. Anda descalza, sucia, y en sus brazos lleva —Juan Pablos palidece—. Llama a Andrade.
—¿El fiscal, Juan Pablo? ¿Qué vas a hacer?
—¡Quiero que busque a Gladys por toda esta ciudad! —Juan Pablo se mete al auto a los segundos.
Ismael tensa la mandíbula. Por lo que se ve el plan tanto de Esmeralda como el de su madre no está funcionado. Ismael, teme, de que Juan Pablo abra los ojos a la verdad.
—Mierda —Ismael masculla.
***
—Señorita. ¿A dónde la llevo? Perdone, pero…tengo que ir a trabajar.
—Pues —Gladys sigue en el autobús con éste señor desconocido, quien no ha dejado de verla con miedo—. Lo lamento, señor. Sólo…déjeme en donde pueda.
—Señorita, y…si ese hombre le hizo daño, ¿Por qué no va a policía?
—No tengo la necesidad. Eso sería verlo a los ojos y no quiero eso. Podría dejarme aquí, señor —Gladys calma a la pequeña con esos toquecitos suaves en su espalda—. Lamento el susto.
El conductor se detiene en la parada. Personas ya se aglomeran a la espera de tomarlo.
—Tome esto de aquí como-
—Señorita, perdóneme, pero, ¿Por qué está sola? ¿Y con esa pequeña bebé? ¿Tiene familiares a las cuales pueda llamar? Aquí tengo mi celular. Y por eso no se preocupe, no me de dinero.
—No tengo familiares, señor. La única familia que tuve fue mi abuela paterna y ella murió hace dos años —Gladys baja la mano, con pesar—. Yo…pues, quería ir a Medellín. ¿Cómo podría llegar a esa ciudad?
—¿Medellín, señorita? Pero esa ciudad está a ocho horas de aquí de la capital. Los buses salen a cualquier hora.
—¿Buses? —Gladys traga saliva. Eso significa dinero, y apenas tiene unos pesos para comprar aunque sea un pan y comer en ésta mañana. Medellín ahora no es una opción—. Muchas gracias, señor. Yo, eh…gracias —se pone de pie con cuidado.
—Espere, señorita —el conductor es un hombre bastante gordo y con mostacho. Saca de una caja unas monedas y unos billetes—. No soy de hacer esto nunca. Pero tiene una recién nacida y en mi familia me enseñaron que al prójimo se ayuda. Tenga esto.
Las lágrimas de Gladys descienden por sus mejillas.
—Señor, no debe hacer esto. No me conoce.
—Me parece que la he visto en algún lugar. Se parece a una mujer empresaria de esta ciudad, muy rica, bueno, quizás tenía la vida que mucho de nosotros queremos. Se parece a ella, y lo último que escuché es que terminó en la cárcel. Una lástima. Pero, señorita, con esto puede llegar a Medellín. Es lo único que puedo hacer por usted.
—Gracias —Gladys jadea al instante—. No sabe lo mucho que me ayude, señor. En s-serio. Gracias, yo-
—Si quiere llegar antes del anochecer debería irse ahora, señorita —el conductor dice.
—¡Claro! ¡Gracias! —Gladys no para de llorar una vez se pone de pie—. Dios le pague esto, gracias.
Gladys tiene poco tiempo para marcharse de la capital y terminar con ésta desgracia. Su abuela tenía razón acerca de los enemigos, y ahora se da cuenta que ella en vida se previno de cualquier riesgo. ¿Es una señal? ¿Salir por fin de éste infierno? Gladys tiene el pasaje justo para salir de Bogotá directo a Medellín. Es esto, o comprar un pan. Pero si compra algo, se quedará sin dinero.
Traga saliva.
Este es el futuro y el bienestar de su bebé. Quitarse el alimento de su boca para dárselo a su bebita que tranquila duerme en sus brazos. Gladys consigue un pasaje para la ciudad en poco tiempo. Sentada y acomodada junto a su bebé, cierra los ojos para aguantar el hambre.
El autobús arranca.
Y Gladys jamás se da cuenta que, en el auto lujoso, el mismo que por poca la choca en medio de la calle acaba de llegar a la estación de buses justo cuando el suyo sale de la terminal: Juan Pablo siguió al conductor y lo acribilló en la misma parada tomándolo del cuello.
—¡¿Dónde está la mujer que usted traía?! —le gritó enfurecido.
El conductor no tuvo de otra qué contarle por el miedo de que hubiese sido un hombre peligroso. Juan Pablo corrió a la estación de autobús con intención de buscarla. Pero muy tarde.
Gladys acaba de renunciar a su propia vida para dársela a su recién nacida.
Llegar a Medellín es prácticamente un alivio. Recuerda la ruta que alguna vez le mencionó su abuela y agradece que esté en la misma ciudad, por lo menos. Ya no tiene dinero absoluto. Sólo mantiene la fe que podrá conseguir algo.
—Calma, mi niña. Ya vamos a llegar —Gladys arrastra los pies por la calle desolada, con hambre, con sed, cansada mientras intenta calmar el llanto de su hija—. Por aquí, debe ser por aquí. Dios, ayúdame. Al menos ayuda a mi hija.
¿Dónde era? El mareo del hambre y el cansancio es una cachetada a su realidad. Las piernas de Gladys tiemblan y jadea, aferrada a su bebé. No. No puede debilitarse ahora. Si pierde las fuerzas, su hija no podrá contar con ella. No tendrá a nadie en éste mundo. Y la perderá para siempre. Gladys se detiene, parpadea y mueve la cabeza.
¿Cuántos días lleva sin comer bien? ¿O siquiera ha bebido algo?
—¿Dónde está? Por aquí, debe ser por aquí —repite constantemente. Per Gladys no puede más y cae de rodillas al suelo. Intenta equilibrarse en vano porque no puede ponerse de pie—. ¡Ayuda! —intenta gritar. Un sollozo sale de su boca—. Por favor, se los ruego. Alguien ayúdame —tose una y otra vez—. No puedo morir aquí. No puedo dejar a mi bebé sola…
Gladys se desploma al suelo. O al menos, eso iba a suceder si alguien no hubiese gritado.
—¡Señorita! ¡¿Está bien?! ¡Ayuda! —unos tacones resuenan en la cera justo cuando Gladys la noquea el grito de sorpresa y miedo—. Oiga, señorita, ¿Está bien…? ¡Oh, Por Dios! ¿¡Gladys?!
Gladys alza la vista borrosa a la mujer que intenta hablarle. Pero no responde. No lo hace. La mujer toma a la bebé entre sus brazos y sólo así Gladys cae al piso desmayada.
***
Las luces encima de su cabeza la ayudan a despertarse. Gladys, por unos momentos, parpadea para unir las piezas en su cabeza que creyó que había olvidado. ¿Qué sucedió? ¿Dónde está? Y sobre todo…
¡¿Dónde está su hija?!
Gladys se pone de pie en la cama donde se encuentra y cae de rodillas al suelo.
—¡Mi hija! —grita casi al borde del llanto—. ¡¿Dónde está mi hija?! ¡Ah! —se queja ante la debilidad en sus piernas y cuerpo. Se agarra su vientre, llorando. Lo sabía. ¡No tenía porqué desmayarse! ¡Tenía que luchar una y otra vez por su pequeña!—. ¡Mi hija! —intenta ponerse de pie así sus propios músculos no respondan—. ¡Hija!
Los gritos se escuchan por toda la casa. Con su próximo grito, la puerta de la habitación donde se encuentra se abre de golpe y allí, todavía en el piso y sollozando, los ojos que la miran se abren también en lágrimas.
—Gladys —solloza la mujer de vuelta—. ¿No te acuerdas de mí?
Gladys balbucea frunciendo el ceño a los segundos.
—Pero tu moriste con mis padres…—Gladys susurra—. ¿Estoy soñando?
—Sobreviví, sobrina. Sobreviví, pero no pude acercarse otra vez a los Bustamante porque quedé inválida —Gladys simplemente no puede creerlo. Dice la verdad. Utiliza un bastón—. Tampoco supe que mi hermana murió hasta recién, cuando…pude despertar de mi coma.
—Amaranta, ¿Qué está sucediendo? —Gladys se queda sin aire.
—Es lo mismo que pregunto yo, Gladys —Amaranta, la hermana de su abuela, se acerca para ponerla de pie y ayudarla a sentarse en la cama—. Nadie de ustedes maneja las compañías de los Bustamante. Mi hermana murió, tú desapareciste. ¿Cómo es posible?
—¡Me engañaron! ¡Me quitaron todo, Amaranta! ¡Todo! —Gladys mira a todas partes—. ¡¿Dónde está mi hija?! ¡Yo traía a una bebé en mis brazos!
—Lo sé —Amaranta asiente—. Una de mis enfermeras la está atendiendo. Estuviste a punto de sufrir una deshidratación severa, Gladys. Y mírate, estás…estás débil, pálida y las doctoras me dijeron que tú-
—¿Qué?
—No sanaste con tu parto, Gladys. Y estuviste a punto de morir. ¿Entiendes? Sólo Dios sabe porque hace las cosas y sabe cómo llegaste a aparecer aquí.
—Dios Mío —Gladys niega con la cabeza entre llantos—. Necesito ver a mi hija.
—Lo harás, en unos instantes. Cuando estés mejor. Te lo aseguro, estás en buenas manos —Amaranta le acaricia la mejilla—. ¿Por qué estás sucia? ¿Por qué usas esos harapos? ¿Qué sucedió?
—Me quitaron todo, Amaranta —Gladys habla—. Esmerada Torres falsificó documentos, hizo todo lo necesario para decir que ella es la hija de mi padre. Utilizó todo lo necesario para inculparme de un crimen que yo no cometí. Dios, no quiero hablar de eso ahora —Gladys se pone de pie otra vez—. Pídele que traigan a mi bebé. Por favor.
Amaranta suspira.
—Bien, pero sólo por unos instantes.
—Gracias…
Gladys vuelve a la vida minutos después cuando su niña vuelve a ella. Gracias a Dios, pudo comer algo y puede amantar con tranquilidad, en una cama, a su bebé.
—Gladys, yo no soy Bustamante. Solo soy Rivero. Enterarme de la muerte de mi hermana Carolina fue un golpe duro, y lo fue más al saber que estabas en prisión. Esta propiedad es de los Riveros y pude llegar aquí por una enfermera y mi abogado. Sigo tenido el dinero de mi familia y con eso me he mantenido —Amaranta suspira—. Y ahora que has venido aquí fue por algo. Carolina sabía algo. Y bueno, llegaste aquí donde te prometo que nada te sucederá. Puedo ayudarte, sobrina.
Gladys llora en silencio sin apartar la mirada de su bebé.
—Lo dijiste, Amaranta. Sólo Dios sabe —Gladys asiente—, aceptaré tu ayuda mientras pueda proteger a mi hija.
—Tenemos mucho qué hacer, sobrina. Pero primero, necesitas recuperarte. Una vez estés bien —Amaranta alza la barbilla—, hablaremos mejor.
—Lo sé —Gladys mira a su hija otra vez—, y estoy dispuesta a hacer todo. Todo, por recuperar lo mío. Y todo por ella.
Amarante observa a la bebé.
—¿Y cómo se llama tu hija, sobrina?
Gladys siente un nudo en la garganta.
—Esperanza —Gladys acaricia a su niña—. Esperanza es como se llamará.