La mañana había amanecido densa, húmeda, casi irrespirable. Pero Elena caminaba como si flotara. Su conjunto marrón de lino y seda, perfectamente ajustado, realzaba su figura con elegancia sobria. Los lentes oscuros ocultaban el cansancio, pero no su firmeza. Llevaba el cabello recogido en una coleta alta que dejaba al descubierto su rostro afilado, y cada paso que daba por el vestíbulo de la torre Dereveux retumbaba como un recordatorio: ella había vuelto a entrar en ese mundo… por decisión propia.
Los murmullos comenzaron antes de que siquiera llegara a los ascensores.
— Es ella… — susurró una recepcionista, inclinándose hacia su compañera —. La exesposa del señor Alexander.
— ¿Cómo es que la cambió por la hermana? — dijo otro, abiertamente atónito.
Elena lo escuchaba todo. No lo demostraba, pero cada palabra era un pequeño aguijón. No le importaba que la vieran. No le importaba que hablaran. Lo único que le importaba era hablar con él. Por primera vez en semanas, lo había buscado e