Mila se levantó de la cama con rapidez, su cuerpo aún adolorido por la resaca, la cabeza latiendo a golpes.
Miró a su alrededor, sintiendo la pesadez del ambiente. No podía recordar con claridad lo que había pasado, solo fragmentos borrosos de una noche de ebriedad que no deseaba recordar.
Comenzó a vestirse a toda prisa, el sonido de su ropa arrugándose, llenando el aire.
Se sentía vulnerable, incómoda, y, sobre todo, perdida.
—¡No me mires, cierra los ojos! —ordenó, con una voz que intentaba sonar firme, pero que temblaba por la ansiedad.
Aldo obedeció de inmediato, dándole la espalda.
Mila podía sentir sus ojos sobre su piel, aunque él ya no la mirara. Algo dentro de ella se estremeció, algo que no alcanzaba a comprender.
Cuando terminó de vestirse, lo miró de reojo. Él estaba acostado en la cama, con la sábana, cubriéndole la cintura.
Aún no comprendía lo que había pasado entre ellos, pero una parte de su cuerpo le decía que no era lo que pensaba.
Sentía como si nada de eso hubiera