Cuando Terrance entró en la habitación, su mirada quedó atrapada por la figura de Paz.
Allí estaba, de pie, junto a una pequeña mesa, con el porte de alguien que ya no tenía miedo, que había sobrevivido a todos los naufragios que él mismo había provocado.
Lucía tan hermosa, más incluso que en aquellos años pasados.
Había algo en ella, una madurez feroz que la hacía parecer inalcanzable.
Su cabello caía sobre sus hombros, su vestido negro acariciaba su figura con una elegancia que casi dolía de mirar.
Las miradas se encontraron, y ella, con esa seguridad arrolladora, esbozó una sonrisa ladeada.
—¿Qué me mira tanto, señor Eastwood? —su voz era como un veneno dulce—. ¿Le gusta lo que ve?
Terrance avanzó hacia ella con pasos lentos, seguros, casi depredadores.
Sus ojos la recorrían como si intentara descifrarla, como si aún creyera que podía.
—Tal vez me gusta —respondió con descaro, su voz grave y cargada de un sarcasmo venenoso—. ¿Y qué? ¿Cuál es el precio esta vez?
Ella rio, una risa qu