El hombre salió corriendo, el miedo reflejado en cada uno de sus movimientos torpes y desesperados. Pero Eugenio no se fijó en él. Su atención estaba fija en su madre.
Los ojos de Eugenio se encendieron con furia. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de rabia contenida.
—¿Cómo pudiste hacer esto? —su voz se quebró por un instante, pero no permitió que su madre viera su dolor—. ¡No te voy a perdonar! Vine aquí con la intención de ayudarte… Pero ahora… Ahora no quiero volver a verte nunca más.
Estaba a punto de girarse y marcharse para siempre, cuando sintió un tirón en su pantalón.
—¡Hijo! —María cayó de rodillas ante él, sus manos temblorosas se aferraban a su pierna como si su vida dependiera de ello—. ¡Soy tu madre! ¡No lo olvides, por favor!
Eugenio bajó la mirada. Su madre siempre había sido una figura imponente, alguien que lo había hecho sentir insignificante en incontables ocasiones. Pero en ese momento, no era más que una sombra, una mujer vencida que solo sabía suplicar cuan