Cuando Aldo llegó a casa, el aroma a especias y carne asada inundó sus sentidos. Sobre la mesa, un festín digno de un banquete lo esperaba: pasta al pesto, una botella de vino tinto abierta, y un postre que se derretía suavemente bajo la luz tenue de las velas.
—¿Lo hiciste para mí? —preguntó con una sonrisa, sintiendo el calor del hogar envolviéndolo.
Mila se acercó despacio, rodeándolo con sus brazos.
—Quiero consentirte.
Aldo entrecerró los ojos, disfrutando del roce de su piel contra la suya.
La atrajo hacia él y la besó con ternura, paladeando el dulzor de sus labios, como si el momento pudiera durar para siempre.
Pero el hechizo se rompió cuando el teléfono de Aldo vibró con insistencia.
Al principio, pensó en ignorarlo, pero la sensación en su pecho le dijo que algo estaba mal.
—Dame un segundo, amor —murmuró, deslizando el dedo por la pantalla—. ¿Ryan?
Del otro lado, un grito de desesperación le heló la sangre.
—¡Aldo, por favor! —la voz de Ryan estaba rota, llena de angustia—.