Terrance obligó a la mujer a confesar cada detalle.
La desesperación en sus ojos, las súplicas, el temblor de su voz… Todo le confirmaba que no había ninguna mentira en sus palabras.
El peso de la verdad lo golpeó como un puño directo al pecho, dejándolo sin aliento.
Cuando salió de la bodega, estaba hecho una furia. Su mandíbula estaba tensa, sus puños apretados con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
La rabia ardía en su interior como un incendio imposible de apagar.
Subió a su auto y condujo a toda velocidad hasta la mansión de los Leeman.
Apenas cruzó la entrada, el ambiente cambió.
El rostro de Deborah se iluminó al verlo, creyendo, ingenuamente, que había regresado por ella.
—¡Terry, volviste! —exclamó con voz dulce, acercándose con manos temblorosas—. Por favor, aclaremos todo. ¡Yo te amo!
Pero antes de que pudiera tocarlo, Terrance la sujetó de los brazos con fuerza.
Sus dedos se clavaron en su piel y el miedo se instaló en los ojos de la mujer.
—¡Terrance! ¿Q