Mía quiso gritar, pero antes de que su voz pudiera salir, sintió una mano áspera aferrándola con fuerza, arrastrándola lejos de Eugenio. Su corazón latía desbocado, el pánico la inundaba, y su cuerpo se estremecía como si su mundo estuviera desmoronándose.
El desconocido la sujetó con un agarre férreo, su aliento caliente y agrio rozando su cuello. Todo dentro de ella daba vueltas, como si estuviera atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar. Su mente se nubló de confusión y miedo. Intentó forcejear, pero sus fuerzas flaqueaban.
Eugenio, herido en su orgullo, bajó la vista. Su garganta se cerró, su pecho se encogió con una punzada brutal.
«La he perdido… la he perdido para siempre».
El pensamiento lo carcomía como un veneno lento. Sus manos temblaron de furia contenida. Estaba dispuesto a alejarse, a dejarla en manos de otro si eso era lo que ella deseaba. Pero no. No podía.
Él era Eugenio Obregón. No era un hombre que se rendía, no era alguien que aceptaba la derrota con l