Aldo y Mila viajaron en silencio durante todo el trayecto. El sonido del motor del coche era lo único que acompañaba la quietud del momento, como si el aire estuviera cargado de electricidad estática. Aldo no miraba a Mila. Su rostro estaba tenso, casi impenetrable, mientras que Mila, sumida en la oscuridad del miedo, sentía cada kilómetro como un suspiro más pesado que el anterior. Quería que le hablara, que rompiera el silencio que la estaba ahogando, pero él no decía nada. Ni una palabra, solo el sonido constante del volante y los ruidos que parecían retumbar dentro de su mente.
Cuando llegaron a la casa, Aldo bajó del coche con un golpe tan fuerte en la puerta que resonó en la calle vacía. Mila, sorprendida por la explosión de rabia, no podía comprender el furor que se desbordaba en su esposo.
—¿Por qué estás tan furioso? —su voz temblaba, sin saber si esperaba respuesta o si, en el fondo, ya lo sabía.
Aldo se giró, sus ojos brillando con una furia que Mila jamás había visto. Camin