Días después…
El tiempo se volvió espeso, como si el mundo entero contuviera la respiración.
Jacob regresó a Fuego Eterno con el alma partida.
El día en que cruzó las puertas del fuerte, sus guerreros lo recibieron con respeto, pero ninguno se atrevió a pronunciar palabra.
El fuego que siempre ardía en el centro del patio se había apagado.
Como si hasta las llamas se negaran a arder sin ella.
El silencio era un enemigo más cruel que cualquier batalla.
Los lobos jóvenes bajaban la cabeza al verlo pasar; los ancianos guardaban luto sin palabras.
El aire olía a ceniza y despedida.
Jacob se encerró en su cabaña durante tres días.
No comió, no habló, no durmió. Solo escuchaba el viento colarse por las grietas de la madera, arrastrando con él los ecos de una voz que ya no estaba.
A veces creía escuchar sus pasos descalzos sobre la piedra, el murmullo de su risa, el roce de su respiración cuando la tenía entre sus brazos.
Pero cada vez que abría los ojos, solo había vacío.
El cuarto día, se