El rostro de Lucía se ensombreció aún más. "No lo sabemos." La frase resonaba en la habitación blanca, tan estéril como su memoria. Un vacío gélido se instaló en su pecho, justo donde el latido salvaje de su corazón comenzaba a acelerarse. Ese "algo" que se había encendido, esa chispa en la oscuridad, era una promesa susurrada, un eco de una voz que no podía nombrar.
"Luz mía..." La frase se repitió en su mente, no como un recuerdo, sino como una invocación. ¿Quién la llamaba? ¿Y por qué esa voz, desconocida y a la vez tan íntima, le provocaba una oleada de desesperación y anhelo?
Los médicos, ajenos a su tormento interno, continuaban con sus revisiones. Lucía los observaba, sus ojos ámbar fijos en el techo, buscando respuestas en las losetas blancas. Era como si su cuerpo hubiera despertado, pero su alma siguiera atrapada en algún lugar entre la luz dorada y la caída.
—Señorita, ¿puede decirnos si recuerda algo más? ¿Algún familiar, amigos? —preguntó una doctora, con una lintern