JORDÁN
El momento en que su aroma desapareció, el bosque se volvió hueco.
Cada sonido murió: ningún latido, ningún susurro, nada. Solo silencio.
—¡Dafne! —grité, mi voz resonando entre los árboles.
Nada.
Me transformé, las garras desgarrando la tierra mientras mi lobo se lanzaba hacia adelante, siguiendo el rastro más débil de su energía. Pero se dividía, se torcía, como humo. Cada camino que seguía se desvanecía entre la niebla.
La voz de Teo resonó débilmente a través del vínculo de la manada.
—Alfa… ¿qué está pasando?
Lo ignoré. No podía permitirme distracciones. Cada segundo sin ella era veneno en mis venas.
Golpeé el suelo con el puño, gruñendo. —Vamos, Dafne… muéstrame dónde estás.
Pero el vínculo —nuestro vínculo sagrado— se estaba desvaneciendo.
No roto… pero amortiguado, como si algo hubiera tomado su alma y la hubiera arrastrado a otro reino.
Y bajo el silencio, la oí otra vez. La risa de la bruja.
—No podrás salvarla esta vez, Alfa.
Gruñí, mis ojo