El campo de batalla estaba en silencio. Demasiado silencio.
Las cenizas flotaban en el aire como nieve negra, posándose sobre los heridos y los muertos. El olor metálico de la sangre se mezclaba con el leve perfume de la lluvia, y la Manada de la Luna Roja permanecía inmóvil, congelada en la incredulidad. Los últimos ecos del grito moribundo de Eleonora aún parecían vibrar en el aire antes de desvanecerse en el silencio.
Dafne estaba en el centro de todo, con el cabello enredado y los ojos brillando débilmente en plata. El poder palpitaba bajo su piel, salvaje e incontrolable. La luz a su alrededor comenzó a atenuarse —su aura titiló una vez, dos— y luego desapareció.
—¡Dafne! —la voz de Jordán desgarró la quietud, rompiendo el hechizo. Corrió hacia ella justo cuando sus rodillas cedieron. Su cuerpo se balanceó como una flor rota en el viento antes de colapsar en sus brazos.
—Quédate conmigo, Luna —susurró, con la voz temblorosa por primera vez en años. Su piel estaba helada. Su puls