Karen estaba nerviosa, sentada en una silla de plástico que cojeaba apenas un poco. El mantel tenía manchas antiguas de salsa, y el menú estaba impreso en una hoja plastificada con esquinas desgastadas. Pero ella lo había elegido con cuidado: un lugar sencillo, honesto, donde el presupuesto no la hiciera sentir menos.
Esperaba a Paul con las manos entrelazadas sobre la mesa, mirando el reloj cada tanto. Había ensayado lo que diría, cómo sonreiría, incluso cómo evitar que notara su ansiedad.
—¿Por qué demonios estoy nerviosa? Sólo somos amigos… —murmuró, mordiéndose una uña.
El corazón le latía fuerte.
Y ahí llegó Paul. Alto. Atractivo. Con un traje formal negro que le quedaba divino, Paul entró al restaurante y dejó a Karen con la boca abierta. Nunca lo había visto así de elegante, seguro, casi irreal. Su corazón dio un brinco. Incluso se echó gel en el cabello.
Se sentó frente a ella con cuidado.
—Hola, Karen. Disculpa la tardanza, ¿llevas rato esperándome? —preguntó, Karen escuc