Estaba esperando para morir.
El sonido de los gruñidos se acercaba rápidamente, como truenos rasgando la noche, y la omega había decidido que esperar su fin era lo mejor que podía hacer. Pero ya había sufrido tanto… ¿Acaso no merecía ni siquiera una muerte pacífica? ¿No era suficiente tener su corazón y su cuerpo destrozados?Lyra intentó levantar la cabeza, pero el peso de su propio cuerpo parecía aplastarla contra el suelo frío y sucio del bosque. Cada respiración era una lucha, cada movimiento, una tortura.
Los lobos estaban tan cerca…
El terror se instaló en su mente, haciendo vibrar todo su cuerpo al comprender que no quería morir de ese modo. Entonces, sin pensar, solo obedeciendo al instinto más primitivo de supervivencia, intentó moverse. Sus brazos temblorosos y ensangrentados cavaron la tierra frente a ella. Sus piernas, muertas por el dolor, se arrastraban inútilmente detrás de su tronco magro y desnudo.
—Solo… un poco más… —susurró, apenas audible, mientras el sabor metálico de la sangre inundaba su boca.
El sonido de las patas era ensordecedor ahora.
Estaban cerca. Muy cerca.Las lágrimas corrían sin control. Lyra se arrastró más rápido, su piel desgarrándose en finas tiras, dejando un rastro de sangre tras de sí. Su cuerpo imploraba descanso, pero el miedo la empujaba.
Unos metros más. Solo unos más.“Por favor, diosa, por favor”, imploraba mientras clavaba las manos en la tierra, llorando descontrolada, su cuerpo completamente molido por el dolor y el cansancio. “¡Por favor, ayúdame, al menos ahora!”
Entonces, en medio de la oscuridad del bosque, algo brilló. Un rayo pálido de luz atravesando una abertura casi imperceptible entre las raíces de un árbol antiguo.
Lyra parpadeó, incrédula.
Una entrada. Una cueva.Sin pensar, obligó a su cuerpo a dirigirse hacia allí. Cada movimiento era una agonía lacerante, cada respiración cortaba sus pulmones. Pero no se detuvo. No podía.
Las garras de uno de los renegados rasgaron el aire tras ella, tan cerca que sintió el viento de la embestida rozar su piel desnuda. Un gruñido, gutural y hambriento, estalló en la noche.
—Por favor… —sollozó, en un ruego susurrado a cualquier fuerza que aún pudiera escucharla.
Con un último impulso desesperado, Lyra se metió en la abertura estrecha, engullida por la oscuridad de la cueva. La tierra y las raíces se cerraron detrás de ella como una cortina natural, ocultándola de los ojos predadores de los renegados.
Su cuerpo resbaló por el túnel, descendiendo sin control, y un grito agudo escapó de su garganta hasta que golpeó contra la roca, quedando semiconsciente por unos segundos.
Allí dentro, el silencio era opresor.
Respiró, o más bien jadeó, el aire pesado y húmedo de la caverna. El olor a tierra mojada y musgo inundó sus sentidos. Estaba oscuro, muy oscuro. Su espalda pegada al suelo, la caída le había dejado un dolor insoportable. Había agua debajo de ella, lo sentía, pero no podía moverse; estaba segura de que algo se había roto en la caída.—Alguien… alguien ayúdeme, por favor… —pero casi no tenía voz, y los únicos que la escuchaban eran los lobos arriba, cavando la entrada, intentando ensancharla para alcanzar a su presa.
Y no tardarían en lograrlo con sus enormes garras.
Con dificultad, se encogió entre el agua y la sangre que manaba de su propio cuerpo, temblando sin control. Abrazó sus rodillas, intentando protegerse del frío, del miedo, del dolor. Todo su cuerpo temblaba, pero no tenía fuerzas ni para llorar.
Lyra cerró los ojos, su cuerpo exhausto rindiéndose; no resistiría mucho más tiempo despierta. Dentro de esa cueva desconocida, perdida y casi muerta, hizo lo único que aún podía hacer.
Rezón.—Diosa de la luna… —susurró, la voz desvaneciéndose en el vacío—. Si… si aquí debo morir… permite que sea rápido. Que no sufra más. Yo… yo solo quiero… paz.
Sus palabras se disolvieron en la oscuridad, como si la propia cueva las hubiera tragado.
El frío parecía intensificarse.
La humedad chorreaba por las paredes, goteando en pequeños estallidos que resonaban en el silencio absoluto, apenas roto por los gruñidos y el sonido de las garras arañando la tierra sobre ella.Lyra no sabía si sobreviviría hasta el amanecer.
Sus ojos pesaban, su mente oscilaba entre la conciencia y la inconsciencia. Cada latido de su corazón era un esfuerzo inmenso. Sabía que no resistiría mucho tiempo. Quizás era mejor así. Quizás…Antes de que la última chispa de fuerza se apagara en su pecho, Lyra escuchó.
Lo habían logrado: los aullidos de celebración llenaron la cueva cuando el primer lobo se lanzó por el agujero, cayendo justo detrás de ella, gruñendo de alegría al ver a su presa encogida en el suelo, indefensa.Su respiración se aceleró, el miedo era absoluto, aplastante. No quería ser despedazada viva, no quería sentir sus fauces desgarrando su carne estando consciente.
Entonces, decidió.
Si era el fin, no lo vería.Apretó los ojos con más fuerza, intentando imaginar un lugar hermoso, cualquier recuerdo bueno que pudiera llevársela con él.
Los pasos se acercaron.
Contuvo la respiración. Y esperó la muerte.—Por favor, que al menos sea… sea rápido…
Mientras una muerte brutal parecía inminente, más al fondo de la cueva algo que lo cambiaría todo reposaba en un sueño encadenado por magia. Cadenas gruesas envolvían sus muñecas y tobillos, grabadas con runas plateadas de contención que centelleaban con pura energía, sujetando al inmenso monstruo de garras enormes y pelaje negro.
El tiempo no existía en aquel lugar. Su alma estaba atrapada en el abismo de su propia mente, donde la luz no existía, donde el silencio pesaba como roca, y la única sensación era el vacío eterno.
Pero entonces… algo rompió el silencio y la oscuridad.
Una voz débil, temblorosa, que de no existir aquel silencio absoluto apenas habría podido oírse.—Por favor, que al menos sea… sea rápido…
La súplica resonó por todo el vacío.
Aquella inmensa criatura se movió por primera vez en siglos. Dentro de su prisión, abrió los ojos, confusos pero atentos. La forma humana del monstruo guió sus ojos rojos en la oscuridad en busca de cualquier pasaje, cualquier luz, mientras el cuerpo bestial se sacudía, sin fuerzas para romper las cadenas.
Fue entonces cuando otra voz, más fuerte ahora, retumbó en la oscuridad de su mente:
“Ha llegado la hora, hijo de la luna. El mundo necesita al Alfa Supremo, aquel que renace de la sangre inocente para poner orden en el caos. Despierta, River.”
El suelo tembló.
El encantamiento de las cadenas se estremeció con un chasquido seco. Los párpados del cuerpo dormido se abrieron con brutalidad, y sus ojos, rojos como brasas encendidas, ardieron en la oscuridad de la caverna.Aspiró el aire con violencia, el pecho inflándose como si respirara por primera vez.
El olor lo invadió como una cuchilla.
Sangre. Miedo. Desesperación. Y algo más. Algo que erizó cada pelo del cuerpo del lycan.La presencia de ella.
El dolor de ella.River rugió, las cadenas vibrando a su alrededor.
Un rugido ensordecedor, primitivo, desgarró el silencio con tanta furia que las piedras de la caverna se agrietaron.Con un tirón brutal, River reventó las primeras cadenas.
Las runas brillaron por última vez antes de deshacerse en polvo plateado. Con los ojos salvajes y la mente en frenesí, destrozó los últimos grilletes; el sonido del metal partiéndose retumbó como truenos.Las paredes de la caverna se estremecieron.
El alfa estaba libre.Aturdido, tambaleó un instante, respirando con dificultad, como si el mundo girara a su alrededor. Pero entonces, el olor volvió a dominarlo.
Fuerte. Caliente. Tentador.Y corrió.
Sus pies descalzos golpeaban la piedra, los músculos tensos al máximo, el aire silbaba a su alrededor mientras su cuerpo desnudo y poderoso avanzaba. Era inmenso, más grande que cualquier lobo; su pelaje negro y espeso estaba sucio, húmedo por la caverna donde lo habían encerrado.
Y entonces lo vio.
En el centro de la cueva, tirada en el suelo, estaba la muchacha. Pequeña. Ensangrentada. Desnuda. Herida de formas que ni siquiera él podía comprender.Su pecho se contrajo con algo que no sentía hacía siglos, una mezcla explosiva de furia y… sed de sangre.
Pero no estaba solo.
Frente a la muchacha, tres lobos mucho más pequeños en tamaño le gruñían, mostrando los dientes y amenazando con atacar a la que lo había despertado.—Mía… —la voz gutural, monstruosa, retumbó en la caverna hasta llegar al centro, a los invasores.
Los renegados se detuvieron, vacilantes, al percibir su olor y escuchar la voz del monstruo. Pero ya era demasiado tarde.
River avanzó como una tormenta de odio.
Su cuerpo se movía con una velocidad aterradora pese a su tamaño, y en sus ojos rojos no había ni una gota de piedad, solo una furia inmensa, solo el deseo de destrozar a cada uno de ellos.El primer lobo intentó atacar, pero River lo sujetó por la garganta y lo levantó en el aire con una sola mano. Los ojos de la criatura se abrieron de pánico antes de que los dedos del lycan monstruoso aplastaran su tráquea en un crujido grotesco.
La sangre salpicó las paredes.El segundo intentó huir, pero River lo alcanzó de un salto. Hundió los colmillos en su hombro y lo lanzó contra la pared de la cueva, donde el sonido de los huesos rompiéndose estalló en un chasquido seco. Un aullido de dolor se ahogó bajo otro rugido de River, ahora totalmente dominado por la ferocidad.
El tercer renegado se encogió, temblando, mostrando sumisión en un intento desesperado de salvarse, chillando como un animal indefenso.
Pero River no tuvo piedad.Después de todo, ¿acaso ella no estaba llorando segundos antes?
Con un solo golpe, le desgarró la garganta al último invasor, derramando más sangre sobre el suelo sagrado de la caverna. Los gritos cesaron, el silencio regresó… pero no era el mismo silencio de antes.
Era un silencio cargado.
Denso.El lycan, jadeante, cubierto de sangre y con los ojos rojos brillando, volvió la mirada hacia la muchacha caída en el suelo.
Aún viva. Inconsciente, pero aún respirando.Y el único pensamiento que cruzó su mente en ese instante fue que debía protegerla.