REY DE OROS. CAPÍTULO 4. La encarnación de la virgencita
REY DE OROS. CAPÍTULO 4. La encarnación de la virgencita
Costanza salió al pasillo. La mansión olía a madera encerada, a pan recién horneado y a política vieja. Y mientras caminaba hacia el comedor, iba enumerando, como si le pasara lista al cielo:
—OK, OK, señales posibles: si debo casarme, que la primera vela de la derecha de comedor parpadee. Si debo ir al convento, que suene una campanita celestial. Y si debo huir por la azotea… bueno, mándame un mapa.
El eco de sus zapatos rebotaba en los arcos y a cada baldosa ella iba soltando un comentario
—San Agustín, no me juzgues. Santa Teresa, dame tu sentido del humor. San José, préstame tu paciencia. Y Tú, Diosito, acuérdate: clarito, ¿sí?
A medio camino se detuvo y se apoyó en una columnita de mármol para respirar. Le pesaba el pecho por esa mezcla rara de indignación y curiosidad. La idea del “esposo” la asustaba, pero la intriga por el hombre vampiro le cosquilleaba las costillas, así que se reprendió sola:
—No, no. ¡Nada de cosquill