Las luces de las ambulancias teñían la noche de rojo y azul.
Leonardo sostenía a Ana entre sus brazos, temblando. Sentía su cuerpo inerte, la piel helada, la ropa empapada de sangre.
—Aguanta, por favor… —susurró con voz quebrada—. No te me vayas, Ana.
La subió a la ambulancia casi por la fuerza, negándose a soltarla. Los paramédicos le colocaron una mascarilla de oxígeno y una vía, mientras controlaban el sangrado con compresas.
—Presión en descenso —dijo uno—. Vamos, rápido.
Leonardo apenas escuchaba. Su mundo se había reducido a su respiración débil y el pitido irregular del monitor.
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El hospital los recibió con un torbellino de voces.
Apenas la camilla cruzó las puertas de urgencias, un médico preguntó:
—¿Qué pasó?
—Fue atacada —respondió el paramédico.
—Golpes múltiples, posible hemorragia interna.
—Llévenla a trauma. ¡Ya!
Leonardo quiso entrar, pero una enfermera le bloqueó el paso.
—Tiene que esperar afuera, señor.
—¡No, no me pidan eso! —gritó desesperado—. ¡No la puedo dej