Al día siguiente me levanté como siempre, antes de que el sol calentara del todo. La casa olía a cloro y café viejo; el piso todavía húmedo brillaba bajo la luz que entraba por la ventana. Mis manos se movían mecánicamente, barriendo migas invisibles, limpiando como si el orden de las cosas pudiera también ordenar mi vida.
Estaba terminando de limpiar cuando escuché tres golpes suaves en la puerta. Mi corazón se detuvo por un instante: nadie solía visitarnos a esa hora. Me acerqué con cuidado y miré por la rendija. Era Clara. La hice pasar rápido, casi a escondidas. No quería que Martín supiera que ella venía; no le gustaban sus visitas. Cerré la puerta con cuidado, como si el simple sonido del cerrojo pudiera delatarme. Clara me miró de arriba abajo. Traía el cabello recogido, su bolso colgando del hombro y un gesto de preocupación que me apretó el pecho. —Ana, ¿qué te pasa? —me dijo en voz baja, pero firme—. Tienes los ojos hinchados. —Nada… no dormí bien —murmuré, esquivando su mirada. —No me mientas. Te conozco desde niñas. —Es solo cansancio, Clara. —¿Otra vez discutiste con Martín? Bajé la cabeza. Mis dedos apretaban el trapo húmedo que aún sostenía. —Él… estuvo un poco duro conmigo. —¿Un poco? —Clara dio un paso hacia mí, su voz temblaba de rabia contenida—. Cada vez que te veo estás más triste. Ya son diez años de tristeza, Ana. —Es que… él carga mucho estrés. El trabajo lo agota. —No justifiques lo injustificable. Te trata mal. —No, no siempre. Tiene sus momentos buenos. —Momentos buenos… —Clara suspiró con amargura—. Esos momentos buenos de los que hablas fueron al comienzo de tu matrimonio. —Lo sé… pero existieron. Creo que pueden volver. Clara negó con la cabeza. Su mirada me atravesó. —Ana, escúchate. Eso no es amor. —Claro que lo es. Me casé con él porque lo amo. —¿Y él te ama a ti? —Sí… a su manera. —¿A su manera? ¿Te parece amor que te humille, que te grite, que te obligue? —su voz se quebró—. “A su manera” no te sirve, Ana. Mírate, ya no queda ni la sombra de la mujer que eras. Te ves cansada, con miedo todo el tiempo. ¿Tú crees que eso es vida? Me quedé callada. El reloj del comedor marcaba los segundos como un martillo. —No lo sé —susurré—. No creo que sea una buena vida, pero es la única que conozco. Él solo… se desespera. Yo sé que en el fondo me quiere. —En el fondo no sirve —dijo Clara—. El amor se demuestra en la superficie, todos los días. Primero dices que te ama “a su manera”, y ahora que “en el fondo” te quiere. Tú no te mereces nada de eso. —No… pero yo sé que puede cambiar. Él antes era diferente. —Amiga, si yo te viera feliz, te aseguro que no te estaría diciendo estas cosas —Clara me tomó las manos frías entre las suyas—. Pero tienes que abrir los ojos antes de que sea tarde. No pude contenerme. Las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas sin permiso. —Él me hace sentir pequeña… rota. —Ana, los hombres como él no cambian. Lo único que vas a lograr es estancar tu vida. —No digas eso, Clara. Me duele escucharlo. —Me duele más verte así. —Yo lo sigo amando. —El amor no debería doler tanto —susurró ella, abrazándome. Me dejé caer en sus brazos. Su perfume a jabón me recordó tiempos más simples, cuando éramos niñas y no teníamos miedo de nada. —Pero lo amo… aunque me lastime. —Eso no es amor, es costumbre, es miedo. —No, Clara. No entiendes. Cuando él me mira con ternura, aunque sea por un segundo, siento que todo vale la pena. —¿Y cuántos segundos así tienes a la semana? —Pocos… pero existen. —Te engañas. Te estás consumiendo. El silencio volvió a llenarlo todo. Afuera cantaba un pájaro, ajeno al drama de adentro. —¿Vas a esperar a que te haga más daño? —No exageres, Martín nunca me haría daño. —¡Ya lo hace! Te hiere cada noche, con cada palabra. —Es que tú lo pintas como un monstruo… —Y lo es, Ana. Yo lo veo en tus ojos...-¿Por qué lo defiendes tanto? —Porque… si no lo defiendo yo, ¿quién lo hará? —Él no necesita defensa, necesita límites. —No sé ponerlos. — Y suena fácil pero no lo es. —Sí lo es. Decir basta es fácil. Lo difícil es aceptarlo. —Yo no puedo decir basta. —¿Por qué no? —Porque lo amo. —Ese “amor” te está matando. —No digas eso. —¿Sabes qué me duele más? Que ya ni siquiera te reconoces. Bajé la vista al piso recién trapeado. El reflejo difuso de nosotras dos parecía el de dos desconocidas. —Tú eras alegre, soñadora, llena de vida. —Ahora solo soy su esposa. —Tú eres mucho más que eso. —¿Y si cambio yo? ¿Si me esfuerzo más? —¿Para qué? ¿Para agradarle? ¿Para que te deje en paz una noche? —Sí… tal vez. —Ana, eso no es vida... —Puedes salir de ahí. —¿A dónde voy? —A mi casa. A cualquier lugar donde estés a salvo. —No quiero huir. —No es huir, es salvarte. —Yo quiero sostenerte salvarte...—¿Por qué no me dejas ayudarte? —Porque si él descubre que hablé contigo, será peor. —Ya es lo peor, Ana. —Aún no… siempre puede ser peor. —Mira cómo hablas… vives esperando el próximo golpe. —No son golpes… —No hacen falta. Te golpea con sus palabras, con su control. —Quizás… —No quizás. Lo sabes. —Clara, no puedo dejarlo. —Claro que puedes. Solo que no quieres. —Tal vez. —¿Entonces prefieres seguir sufriendo? —Prefiero creer en él. —¿Y en ti? ¿Ya no crees? —No sé quién soy sin él. —Eres Ana. Con tus ojos azules, tu risa bonita, tu corazón noble y muchas otras cualidades. —Esa Ana se perdió. —Yo aún la veo. -Y te la voy a recordar todos los días. —Clara… no gastes tus fuerzas. —Las gastaré si es por ti. —No quiero ser una carga. —Nunca lo serás.—No estás sola. —Pero me siento sola. —Porque él te aísla. —Él dice que lo hace por mi bien. —Eso es control, no protección. —Clara… —¿Sí? —Gracias por estar aquí. —Siempre voy a estar. —¿Aunque yo siga esperando que él cambie?. —Aunque sigas esperando. Yo no me iré. —Eso me da un poco de paz. —Agárrate a eso, no a sus promesas vacías. —Yo… intentaré pensarlo. —Prométeme que lo harás. —Te lo prometo. —Bien. Y cuando llegue el día en que digas basta, yo estaré a tu lado. —Ojalá ese día llegue pronto… —Llegará. Y cuando llegue, serás libre. Un silencio largo, espeso como niebla, se instaló entre nosotras. —Clara… ¿me abrazas? —Claro que sí. Me apretó fuerte, y por un instante sentí que respiraba aire limpio. —Gracias… —No me des las gracias. Solo prométeme que algún día vas a elegirte a ti. —Algún día…