Los días transcurrieron con una normalidad extraña. Ana volvió a su rutina: las clases en el instituto por la mañana, el trabajo en Santori Corp por la tarde, y las noches tranquilas en el apartamento junto a Clara. Pero aunque las horas parecían avanzar con calma, dentro de ella todo era una mezcla de alerta y desconfianza.
Leonardo había insistido en que no se desplazara sola. Sin consultarle demasiado, contrató a una guardaespaldas, una mujer alta, de cabello corto y mirada firme, que se presentó simplemente como “Marta”.
—No me gusta sentirme vigilada —protestó Ana la primera vez que la vio en la puerta del instituto.
—No te está vigilando —le dijo Leonardo con voz tranquila—. Te está cuidando.
Ana suspiró resignada. Había aprendido que discutir con él era inútil.
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Aquella mañana, el timbre de su celular sonó mientras Ana salía del aula. En la pantalla aparecía el nombre de Leonardo.
—¿Sí? —contestó, algo sorprendida.
—Ana, necesito que vengas a mi oficina ahora mismo —