El reloj del café marcaba las tres de la tarde cuando Ana miró la hora por tercera vez. Afuera, el sol caía de lleno sobre los autos estacionados y la gente caminaba con desgano bajo el calor. Ella se pasó una mano por el cabello, incómoda.
—Creo que ya debo irme —dijo, dejando la taza vacía sobre la mesa.
Leonardo la observó con esa calma que a veces le desarmaba. —Te llevo —respondió sin pensarlo.
—No hace falta, puedo tomar un taxi.
—Ana —interrumpió con voz suave, pero firme—, no pienso dejar que andes sola después de todo lo que pasó.
Ella quiso replicar, pero se rindió con un suspiro. Había algo en su tono que la tranquilizaba, como si con solo escucharlo todo tuviera un poco más de sentido.
—Está bien —murmuró al fin—. Gracias.
Salieron del café. El aire caliente los envolvió apenas cruzaron la puerta. Ana caminaba un paso adelante, con los brazos cruzados, mientras Leonardo abría el auto para que subiera. Durante el trayecto, ninguno habló; solo el ruido del tráfi