El aire fresco de la mañana se sentía extraño sobre la piel de Ana. Caminaba al lado de Clara rumbo a la comisaría, y cada paso le pesaba como si llevara cadenas en los pies. Nunca antes había estado en un lugar así por motivos personales, y la idea de exponer su vida, su intimidad, frente a desconocidos, la hacía estremecer.
—Tranquila —le dijo Clara, tomándola del brazo—. Yo estoy contigo.
Ana asintió sin responder. La noche anterior casi no había dormido; cada vez que cerraba los ojos veía la furia de Martín, sus manos aferrándola, el sonido seco del golpe en su rostro. Todavía podía sentir la presión en su muñeca y el ardor en el costado de su cara.
La comisaría estaba en una esquina concurrida, con un edificio gris y sobrio. Afuera entraban y salían personas con carpetas en las manos. Ana se detuvo al ver el letrero oficial sobre la entrada. De pronto, su respiración se volvió entrecortada.
—Clara… no sé si puedo.
Su amiga le sostuvo el rostro con ambas manos.
—Claro que puedes.