El café comenzaba a vaciarse. Las luces cálidas no lograban espantar la sensación de desamparo que ahogaba a Ana. Aunque la mujer mayor le había ofrecido quedarse allí un rato más, ella sabía que no podía hacerlo. Cada minuto fuera de casa era un riesgo. Martín podía aparecer en cualquier momento, seguirla, encontrarla.
Se levantó con torpeza, ajustándose el vestido rasgado con un gesto automático. Sus manos aún temblaban, pero sujetó el bolso contra el pecho como si de un escudo se tratara. Pagó un agua que apenas había tocado y salió a la calle.
Respiró hondo y miró hacia la avenida, decidida a detener un taxi. Todo lo que quería era alejarse, esconderse en un lugar seguro donde Martín no pudiera alcanzarla.
Levantó el brazo para llamar a un carro amarillo que se acercaba, pero en ese instante escuchó una voz conocida a sus espaldas.
—¡Ana!
Su cuerpo se tensó. Por un segundo pensó que era Martín, que había venido por ella. El corazón le dio un vuelco, la sangre se le congeló. P