El aire era denso con la fragancia de la madera quemada y el incienso de luna, un aroma tradicional en las ceremonias de emparejamiento. Mi corazón martilleaba con fuerza en mi pecho mientras avanzaba entre la multitud, sintiéndome observada, juzgada, pero también ansiosa. Esta noche todo cambiaría.
Mi vestido de seda azul profundo flotaba con cada paso que daba, ceñido en la cintura y con una falda que se deslizaba como agua sobre la hierba. Quería verme hermosa. No, necesitaba verme hermosa. Después de todo, esta noche mi destino sería sellado con el Alfa de la manada.
Kieran.
Desde que tenía memoria, él siempre había sido un pilar imponente, la fuerza indiscutible que guiaba nuestra manada con autoridad y letalidad. Alto, con la piel bronceada por los entrenamientos y esos ojos grises que parecían esculpidos en hielo. Mi alma lo había elegido mucho antes de esta noche, mucho antes de que supe lo que significaba ser su mate.
Me coloqué en mi lugar, con las manos apretadas y el aliento contenido. Los ancianos se situaban en círculo, murmurando bendiciones a la Luna. A mi lado, las otras hembras elegidas esperaban, pero yo sabía que la única que importaba era yo.
Porque esta noche, cuando Kieran inhalara mi aroma, cuando nuestros ojos se encontraran, sabría lo que yo ya sabía. Que éramos el uno para el otro.
El silencio se extendió cuando él entró en el claro.
Imponente, vestido con prendas negras que contrastaban con su piel, con cada músculo de su cuerpo irradiando poder contenido. Me recorrió con la mirada sin prisa, como si analizara cada fibra de mi ser.
—Kieran Blackwood —anunció el anciano principal—, ha llegado el momento de aceptar a tu mate destinada.
Mis piernas temblaban, pero me sostuve firme. Y entonces él se acercó.
Su expresión era ilegible, pero había algo en sus ojos que me hizo contener el aliento. Una tormenta fría, un juicio que no esperaba. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, su nariz rozó mi cuello, aspirando mi esencia.
El vínculo dentro de mí se encendió como un latigazo eléctrico. Mi lobo aulló en mi interior, extasiado, reclamándolo como nuestro.
Esperé.
Esperé el susurro de su aceptación.
Esperé su toque, su afirmación, su reconocimiento.
Pero en su lugar, supe que algo estaba mal cuando su mandíbula se tensó y su mano me sujetó con fuerza el brazo.
—No.
El murmullo de la multitud se convirtió en un estruendo de incredulidad.
Mi estómago cayó al suelo.
—No la quiero —dijo Kieran, su voz resonando como un trueno.
El vínculo se sacudió dentro de mí, como un cristal resquebrajándose.
—E-espera… ¿qué? —Mi propia voz tembló sin que pudiera evitarlo.
El dolor comenzó a enroscarse en mi pecho, agudo, desgarrador. No, esto no estaba pasando. No podía estar pasando.
Kieran se giró hacia los ancianos, su expresión pétrea.
—Rechazo a Lilith como mi compañera.
Mi visión se nubló por el dolor físico que me atravesó como un puñal. El vínculo que me ataba a él comenzó a romperse, llevándose consigo una parte de mí que nunca podría recuperar.
Los murmullos a mi alrededor se convirtieron en risas burlonas, en susurros venenosos.
—¿Quién querría a una como ella?
—Ni siquiera es lo suficientemente fuerte…
—Pobre ilusa.
Las palabras me golpeaban con más fuerza que el propio rechazo. Humillada. Despreciada.
Kieran ni siquiera volvió a mirarme mientras se alejaba.
Mi lobo aulló de agonía.
Me desplomé sobre mis rodillas, jadeando por aire. El dolor era indescriptible, como si mi alma estuviera siendo arrancada de mi cuerpo en mil pedazos.
Pero en medio del sufrimiento, algo ardió dentro de mí.
Un fuego.
Un odio.
No podía quedarme aquí, soportando las miradas de burla, las sonrisas satisfechas de los que siempre me habían menospreciado.
Si Kieran Blackwood pensaba que su rechazo era el final de mi historia…
No podía estar más equivocado.
Me puse de pie con las piernas temblorosas, limpié las lágrimas de mis mejillas y caminé fuera del claro.
Yo no sería la que quedaría destruida.
Sería él.
El aire nocturno estaba impregnado del olor a pino y tierra húmeda, una brisa helada que me helaba hasta los huesos mientras me alejaba del claro. Mi mente estaba en blanco, mi corazón aún latía con la fuerza de la humillación y la ira contenida.
Cada paso que daba sentía el vínculo desmoronarse, una conexión que había creído inquebrantable y que ahora me asfixiaba con su vacío. El dolor era más que físico. Era un recordatorio de lo que nunca sería.
El murmullo de la ceremonia seguía detrás de mí, las risas, los susurros… todo se sentía como una daga hundiéndose más profundo. ¿Cuánto tiempo había soñado con esta noche? ¿Cuánto tiempo me había preparado para encontrarme con mi destino?
Para que él me destruyera con una sola palabra.
Mis puños se cerraron con tanta fuerza que mis uñas se hundieron en mi piel. No llorar. No aquí. No ahora.
Me moví con rapidez entre los árboles, mis pasos resonaban sobre el suelo cubierto de hojas secas. Apreté la mandíbula cuando el vínculo terminó de romperse con un dolor punzante que me hizo tropezar. Una lágrima caliente resbaló por mi mejilla, pero la limpié con furia antes de que pudiera caer.
—Estúpido… —susurré con la voz desgarrada.
Lo odiaba.
Odiaba la forma en que me había mirado, como si no fuera nada. Como si no sintiera lo mismo que yo.
Pero la verdad era aún peor.
No lo había sentido.
Mi pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas mientras me apoyaba contra un tronco grueso. La rabia se mezclaba con el dolor, con el rechazo que ardía en mi interior como fuego líquido.
No podía quedarme.
No podía enfrentar las miradas de burla cada día, los susurros detrás de mi espalda, el peso de ser la mujer que el Alfa rechazó públicamente.
Con los labios temblorosos, miré hacia el bosque que se extendía más allá del territorio de la manada. Un espacio prohibido.
Mi única salida.
El viento sopló con fuerza, como si la Luna misma me diera su respuesta.
Respiré hondo y avancé.
No miré atrás.
Porque desde esta noche, yo ya no pertenecía a la manada.