El bosque parecía devorarme con su oscuridad.
Las ramas crujían bajo mis pies, y el aire gélido me cortaba la piel expuesta, pero yo seguía avanzando. No tenía un destino, solo la certeza de que no podía quedarme.
Mi mente era un torbellino de pensamientos rotos. Damon. Su rechazo. Las risas. La vergüenza que me había perforado hasta el alma.
No me quedaba nada.
El vínculo con mi manada se había deshilachado en el momento en que él pronunció esas palabras. Rechazada. La palabra pesaba sobre mis hombros, cada sílaba impregnada de veneno.
Un escalofrío me recorrió al recordar la forma en que me miró. Como si no valiera nada. Como si no fuera más que un error que la luna había cometido.
—Maldita luna —susurré, sintiendo cómo la rabia se enredaba con la tristeza dentro de mí.
Seguí caminando.
Las hojas secas se enredaban en mi cabello, y mis músculos temblaban de agotamiento, pero me negaba a detenerme. No quería pensar en lo que acababa de perder. No quería sentir el vacío en mi pecho donde antes había estado la promesa de un futuro.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que el aire cambiara.
Un escalofrío reptó por mi columna, y mi instinto se activó de inmediato.
No estaba sola.
Mis pasos se hicieron más cautelosos, mi respiración más silenciosa. El bosque tenía ojos. Lo sabía. Lo sentía.
El gruñido llegó primero. Bajo. Amenazante.
Mi cuerpo se tensó, y giré la cabeza justo a tiempo para ver un par de ojos brillando en la oscuridad.
Uno. Dos. Tres sombras moviéndose entre los árboles.
Manada enemiga.
La sangre se me heló en las venas.
Correr no era una opción. Eran más rápidos. Más fuertes.
—Miren lo que tenemos aquí —la voz de uno de ellos cortó el aire como una cuchilla afilada—. Una omega, sola y desprotegida.
No respondí.
Los lobos respetaban la fuerza. No mostraría miedo.
—Deben de haberla echado —dijo otro, riendo entre dientes—. Pobrecita. Sin hogar. Sin manada.
El tercer lobo avanzó un paso, sus ojos escudriñándome con depredación.
—Tal vez podríamos darle un propósito.
Mi estómago se retorció, pero mi expresión permaneció impasible.
Sabía lo que querían. Sabía lo que los lobos como ellos hacían con omegas solitarias.
No.
No dejaría que me convirtieran en su presa.
Inspiré profundo, dejando que la adrenalina se derramara por mis venas.
Si iban a cazarme, al menos haría que les costara caro.
Pero antes de que pudiera moverme, antes de que pudiera prepararme para la pelea…
El aire cambió otra vez.
Una presencia nueva. Feroz.
Y entonces, el caos explotó.
El rugido que atravesó el bosque no era de este mundo.
Los lobos frente a mí se tensaron de inmediato, sus cuerpos rígidos con una mezcla de sorpresa y alarma. Yo también lo sentí. Una energía imponente, sofocante, capaz de helar la sangre.
Un lobo emergió de entre las sombras.
Era enorme. Más grande que cualquier otro que hubiera visto antes. Su pelaje negro absorbía la luz de la luna como un vacío sin fondo, y sus ojos… sus ojos eran pura amenaza.
El aire se volvió denso.
Los tres lobos que me rodeaban intercambiaron miradas rápidas, y uno de ellos dejó escapar un gruñido bajo.
—Este no es tu problema, forastero.
El lobo negro no respondió con palabras. No lo necesitaba.
Dio un paso adelante, su simple presencia exigiendo sumisión. Y ellos la sintieron. Lo vi en sus expresiones, en la forma en que sus orejas se bajaron, en el leve temblor de sus patas.
—No estamos buscando problemas —dijo el que parecía ser el líder de los tres—. Solo nos topamos con esta omega y…
Un rugido interrumpió su excusa barata.
Los lobos no necesitaron más advertencias.
El miedo los venció antes de que siquiera comenzara la pelea.
Los vi dudar por una fracción de segundo antes de que giraran sobre sus patas y huyeran entre los árboles.
Solo cuando sus pasos desaparecieron en la distancia, sentí que podía respirar de nuevo.
Pero ahora estaba sola con él.
El lobo negro giró la cabeza hacia mí.
El brillo de sus ojos me atravesó como una daga.
No se movió. No hizo ningún sonido. Solo me observó.
Mi instinto me gritaba que corriera.
Pero mi orgullo no me lo permitió.
Así que sostuve su mirada, aunque cada fibra de mi ser temblaba bajo su presencia.
Un segundo más. Otro.
Y entonces, sin previo aviso, todo se volvió negro.