El olor a madera quemada y sangre seca fue lo primero que golpeó mis sentidos cuando desperté.
Mi cuerpo entero protestó al intentar moverme, cada músculo adolorido, cada herida punzante recordándome lo que había sucedido antes de perder el conocimiento.
Intenté incorporarme, pero unas manos firmes me sujetaron por los hombros.
—No tan rápido —dijo una voz ronca y áspera—. No queremos que te desmayes otra vez.
Parpadeé hasta que mi visión se aclaró.
Un rostro masculino apareció frente a mí, de facciones duras y una cicatriz que le cruzaba la ceja derecha. Sus ojos eran de un gris metálico, fríos y calculadores, pero no hostiles.
—¿Dónde…? —Mi garganta estaba seca, la voz apenas un murmullo.
—Entre amigos —respondió, sin soltarme todavía.
No confiaba en esa respuesta.
Mis instintos estaban en alerta.
Giré la cabeza, observando el lugar en el que me encontraba.
Era un campamento improvisado en medio del bosque, con varias fogatas dispersas y un grupo de hombres y mujeres de aspecto rudo moviéndose entre las sombras. Algunos cocinaban carne sobre el fuego, otros limpiaban cuchillos o revisaban armas.
Definitivamente, no parecía el lugar más acogedor del mundo.
—¿Quiénes son ustedes? —pregunté, con la voz más firme esta vez.
El hombre de la cicatriz me soltó lentamente y se puso de pie.
—Lobos sin manada. Renegados.
La palabra quedó suspendida en el aire.
Renegados.
Los lobos que no pertenecían a ningún territorio, aquellos que las manadas consideraban escoria, peligrosos por su falta de lealtad y reglas.
Mi corazón latió con fuerza.
¿Qué demonios hacía yo en un lugar como este?
Me obligué a respirar hondo, tratando de evaluar mi situación con la cabeza fría. Estaba en un campamento de lobos renegados, rodeada de desconocidos que podrían ser tan peligrosos como los enemigos de los que había escapado.
El hombre de la cicatriz me observaba con una expresión inescrutable, como si estuviera evaluando mi reacción.
—¿Cómo llegué aquí? —pregunté, enderezándome con cuidado.
—Te encontramos inconsciente en el bosque —respondió—. Estabas cubierta de sangre y apestabas a muerte.
No pude evitar una mueca. No era sorpresa.
Después de haber sido atacada por esa manada enemiga y de haber luchado por mi vida, probablemente tenía un aspecto lamentable.
—Podríamos haberte dejado ahí para que murieras —continuó—. Pero alguien decidió que merecías otra oportunidad.
Fruncí el ceño.
—¿Quién?
El hombre de la cicatriz sonrió, pero fue una sonrisa sin humor.
—Eso no importa. Lo que importa es que ahora estás aquí, y aquí las cosas funcionan de una manera diferente.
Me tensé.
—¿A qué te refieres?
Antes de que pudiera responder, otra voz interrumpió la conversación.
—Significa que nadie recibe nada gratis.
Me giré y vi acercarse a otro hombre. Era más alto y corpulento, con el cabello oscuro y los ojos de un ámbar intenso que parecían atravesarme con su mirada.
Se detuvo a unos pasos de mí, cruzándose de brazos.
—Si quieres quedarte, tendrás que demostrar que vales algo —dijo con frialdad—. Aquí no tenemos lugar para los débiles.
La palabra se clavó en mi orgullo como un cuchillo.
Débil.
Cuánto había odiado ese término toda mi vida.
Había sido una omega en una manada que veneraba la fuerza. Había sido rechazada por el Alfa más poderoso. Había sido traicionada, humillada y dejada a su suerte.
Y ahora, me enfrentaba a otro grupo de lobos que me miraban como si tuviera que probar mi derecho a respirar.
Mi mandíbula se apretó.
—No soy débil —solté con firmeza.
El hombre de ojos ámbar sonrió con burla.
—Eso lo veremos.