La luz del atardecer se deslizaba sobre la ciudad como un velo dorado, mientras Clara Vargas cruzaba la puerta de su “nueva” oficina sin mirarse al espejo. No era simplemente cambiar de nombre. Era cambiar de pellejo. Y cada vez que decía “Clara Vargas” en una llamada o firmaba un documento, escuchaba el eco de otro nombre al que había despedido para siempre: Isabela . Y más atrás aún, Isa. La mujer que había sido, la madre que había perdido, la amante de una causa. Había tantos nombres para matar, tantos nombres para dejar morir.
Caminó hasta su escritorio minimalista, situó su abrigo sobre el respaldo de la silla y encendió la luz. Todo estaba calculado: la computadora con usuario nuevo, el teléfono VOIP, los archivos preparados. Su oficina quedaba en un piso alto, ventanales enormes que dejaban ver la ciudad extendiéndose, pero esa vista deslumbrante tenía el sabor frío de la vigilancia. Bajo esa apariencia de inversionista extranjera, Clara era una sombra. Y su compañero, su aliad