La luz de Nueva York se filtraba entre las cortinas como un hilo de oro que tocaba los cuerpos entrelazados sobre las sábanas. Isabella despertó con la respiración pausada de Sebastián golpeando suavemente su clavícula, un ritmo que parecía acompasarse con el de su propio corazón. Durante unos segundos no supo dónde estaba, ni qué día era; solo existía ese silencio cálido, esa quietud suspendida que seguía a las tormentas más feroces.
El pecho de Sebastián se alzaba bajo su mejilla, fuerte y sereno, como si dentro de él habitara un mar en calma. Isabella lo observó en silencio, fascinada por la manera en que la luz jugaba sobre su piel. Había algo casi doloroso en la paz de aquel momento, como si fuera demasiado bello para durar.
Él dormía profundamente, una mano descansando en la curva de su cintura, la otra extendida hacia el borde de la cama, como si incluso dormido intentara protegerla. Isabella sonrió apenas, una sonrisa temblorosa que no sabía si provenía del amor, del alivio o d