Las luces de la ciudad aún parecían arder en los ojos de Isabella cuando por fin el auto se detuvo frente a un viejo edificio de ladrillo, casi olvidado entre la maleza y la humedad del barrio industrial. Sebastián bajó primero, echando un vistazo rápido a los alrededores antes de abrir la puerta para ella. El silencio del lugar era inquietante, apenas roto por el eco lejano de un tren nocturno y el chillido metálico de un poste eléctrico en mal estado.
—¿Aquí? —preguntó Isabella con el ceño fruncido, mirando el lugar como si fuera una trampa disfrazada de salvación.
—Sí. Aquí —afirmó Sebastián con una seguridad que parecía más fuerte de lo que realmente sentía—. Confía en mí.
Isabella lo siguió con pasos cautelosos, llevando consigo el peso del cansancio, el miedo y la rabia que le quemaban el pecho. Aún podía sentir en la piel la sombra del sicario que los había perseguido, el mismo fantasma que Omar Millán había lanzado para acabar con su vida. El recuerdo de su respiración conteni