El humo del cigarro se elevaba en espirales lentas, disipándose apenas en el aire cargado del despacho de Omar Millán. La lámpara de cristal que pendía del techo iluminaba con un resplandor amarillento los muebles de caoba, el suelo de mármol y la imponente figura del jefe del clan Millán. Sentado en su butaca de cuero, con el rostro endurecido por los años y la sangre que pesaba sobre su nombre, Omar escuchaba en silencio.
Frente a él, de pie como una sombra recortada contra la luz tenue, estaba **El Fantasma**. El sicario permanecía inmóvil, su rostro en penumbra, salvo por el destello de sus ojos oscuros.
—Fallaste —dijo Omar al fin, con una calma tan peligrosa que hacía más daño que un grito.
El Fantasma no respondió al instante. Su respiración era apenas perceptible. Sabía que el silencio de Omar era un cuchillo suspendido en el aire.
—Ella escapó —contestó con voz grave, apenas un susurro—. Tenía a alguien más con ella… un hombre. No estaba sola.
Omar golpeó el escritorio con el