El mundo se quedó en silencio justo cuando las luces se apagaron.
El zumbido de los fluorescentes murió en un quejido metálico y, de pronto, el edificio entero quedó sumido en una oscuridad espesa. Isabella contuvo la respiración, sintiendo cómo su corazón martillaba en sus costillas con una violencia casi dolorosa. El aire mismo parecía haberse congelado.
—Sebastián… —susurró apenas, como si su voz pudiera atraer al cazador que sabía que estaba allí.
Él la tomó de la mano con firmeza, sus dedos tibios aferrándola con una fuerza que la obligó a mantenerse anclada a esa realidad. Podía sentir cómo también su pecho subía y bajaba con respiraciones contenidas, tensas, medidas. Sebastián no era ajeno al peligro; había aprendido a vivir con él.
Un crujido, lejano, resonó en el pasillo. El roce metálico de un arma siendo cargada.
Isabella lo supo de inmediato: **El Fantasma** estaba allí, jugando con la penumbra, moviéndose con esa precisión de cazador que lo hacía tan temido.
—Tenemos que