La noche se cernía sobre la mansión Millán como un velo pesado. Las farolas del largo camino de entrada proyectaban una luz ámbar sobre el asfalto recién regado, y los muros perimetrales, coronados con cámaras y alambre de cuchillas, parecían aún más imponentes bajo la oscuridad. Desde lejos, la propiedad podía pasar por un paraíso privado, pero por dentro, cada rincón exudaba control, vigilancia y una opulencia que tenía tanto de ostentosa como de amenazante.
Bella Millán estaba en el ala oeste, en su salón privado, un espacio diseñado para impresionar y aterrar al mismo tiempo. Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera oscura y molduras doradas, y en el centro, una alfombra persa roja se desplegaba bajo una mesa de mármol negro. Encima, un jarrón de cristal tallado sostenía un ramo de lirios blancos, su aroma dulce impregnando el aire. Bella siempre había amado las flores frescas, pero esa noche el perfume le resultaba sofocante.
Frente a ella, un hombre vestido con traje