LEVSasha llegó puntual.Era lo mínimo que podía esperar de alguien como él: preciso, metódico, sin el menor interés en hacerme perder el tiempo. El coche se detuvo sin levantar polvo, sin ruido innecesario. Lo vi por la cámara de seguridad antes de salir. Llevaba la misma chaqueta gris de siempre, las botas limpias, la barba corta. Nadie lo detuvo en la entrada. Todos sabían que Sasha no era solo uno más. Era el mejor rastreador que he tenido, y el único que podía hablarme sin medir cada palabra.Le abrí la puerta personalmente.—Bienvenido —dije, haciéndome a un lado.Él asintió con la cabeza, ni una palabra. Su maletín colgaba de su mano izquierda. Caminó sin preguntar hacia el interior de la casa, sus pasos firmes sobre el suelo de concreto pulido. Cerré la puerta con el seguro automático y lo seguí hasta el despacho.Una vez dentro, bajé las persianas metálicas. Nadie escucha detrás de esas paredes.—Siéntate.Sasha dejó el maletín sobre la mesa, lo abrió y sacó una carpeta grues
LEVVelvograd no era una ciudad. Era un refugio, un símbolo, una frontera entre el mundo y mi imperio. Encajada en las montañas, invisible desde el aire y con rutas ocultas que solo mis hombres conocían, funcionaba como la columna vertebral de mis operaciones. Desde allí distribuíamos armas, gestionábamos contrabando, trazábamos alianzas. Era la capital de mi sombra.Y estaba a punto de abandonarla por unos días.Tenía que hacerlo. La tensión en Voravia era palpable, mis hombres estaban inquietos, desafiaban decisiones que antes ni se atrevían a pensar. Y todo por ella.Anya.La mujer que dormía a mi lado, envuelta en la sábana, respirando de forma tan apacible que parecía ajena a la guerra que yo cargaba en los hombros.Lo que empezó como un plan para obtener información importante, había cambiado de manera drástica y estaba por ir en mi contra si no lo arregla.Me acosté junto a ella esa noche con la intención de descansar, de que su cuerpo contra el mío me ofreciera algún tipo de p
La primera vez que Lev vio a su hermano con las manos manchadas de sangre tenía solo once años. La puerta se abrió sin ruido, pero el olor metálico lo despertó. Ruslan entró cojeando, la camisa rota, el rostro amoratado. Lev se sentó en la cama sin hablar. No sabía cómo preguntar qué había pasado. Tampoco hacía falta.—No quiero seguir —susurró Ruslan, y su voz tembló de un modo que Lev nunca había oído antes—. No voy a seguir. Esta noche renuncio.Lev no entendía todo, pero entendía lo esencial: su hermano ya no quería hacer lo que le exigían. Sabía que el grupo de los mayores —los hombres del mercado negro que controlaban el barrio— exigía sumisión y silencio. Sabía que Ruslan no hablaba de un trabajo cualquiera. Y lo supo con certeza cuando Ruslan se arrodilló frente a él y le tomó la cara entre las manos.—No dejes que te atrapen, ¿me oyes? No hagas lo que yo hice. No entregues lo que eres por sobrevivir. Yo te protegeré. Hasta el final.Aquella noche, Lev lo siguió. A escondidas.
Un pitido me saca de la nada, un sonido agudo que me taladra los oídos como si alguien estuviera clavándome un cuchillo en la cabeza.Abro los ojos, o lo intento, porque todo está borroso, blanco, cegador. ¿Dónde mierda estoy? Mi cuerpo pesa una tonelada, como si me hubieran atado a la cama con cadenas invisibles. Siento algo en la boca, un tubo o qué sé yo, y quiero arrancármelo, pero mis manos son un desastre: lentas, torpes, moviéndose en cámara lenta como si no fueran mías. Joder, ¡muévanse! El pitido sigue, más fuerte, y mi pecho sube y baja rápido, demasiado rápido. Estoy perdiendo la cabeza.De repente, hay ruido: pasos, voces. Unas manos me agarran, frías, rápidas. Alguien me quita el tubo de la boca, y toso como si me estuvieran arrancando los pulmones. Respiro, o lo intento, pero el aire raspa como vidrio. Miro alrededor: paredes blancas, máquinas, cables pegados a mi piel como si fuera un maldito experimento. Un hombre con bata blanca está encima de mí, sus ojos detrás de u
ANYAUna semana más en ese maldito hospital, y sigo sin saber quién diablos soy. Los doctores me pinchan, me miran como si fuera un experimento fallido y dicen que estoy “mejorando”, pero mi cabeza sigue vacía, un jodido desierto sin nada que agarrar.Lo único que no cambia es él.Lev.Todos los días, cuando abro los ojos, ahí está, sentado en una silla junto a mi cama o apoyado contra la pared como si fuera el rey del universo.No habla mucho, solo me clava esos ojos grises que me queman la piel, y a veces me trae cosas como café o flores que no pedí. No sé qué busca, pero carajo, me estoy acostumbrando a verlo. Cada vez que despierto, espero encontrarlo, y eso me pone los nervios de punta más que las agujas en mis venas.Hoy es distinto.Despierto, y no está en la silla. Está junto a la puerta, con el traje negro ajustado y una cara que no admite peros.—Te vas hoy—dice, supongo que debo alegrarme, recordar algo, pero no sé ni quién soy y eso me causa mucha inseguridad, porque la ún
LEVEstoy tan cerca de ella que siento su calor, sus caderas bajo mis manos, pero ese sonido me arranca de la niebla.¿Qué demonios fue eso? Lo primero que les dije a esos idiotas fue que no llamaran la atención, que mantuvieran todo en silencio mientras ella estuviera aquí. Y ahora un disparo. Un maldito disparo en mi propia casa. La miro, sus ojos verdes abiertos, buscando respuestas que no le voy a dar. Si se da cuenta de lo que pasa, si empieza a atar cabos, todo se irá al carajo.—Quédate aquí —le digo, mi voz baja, intentando calmarla, pero no parece muy asustada—. No te muevas.La suelto, mis manos soltándola como si quemaran, y retrocedo un paso. No sé si es buena idea dejarla sola. Es una víbora, una que no recuerda sus propios colmillos, pero sigue siendo peligrosa. Podría husmear, encontrar algo, despertar lo que duerme en esa cabeza vacía. Pero no tengo opción. Cierro la puerta tras de mí, y me quedo un segundo con la mano en el pomo. Respiro hondo, sacudo las manos, asque
ANYAEstoy frente al espejo del baño, desnuda, con la luz blanca pegándome en la cara como si quisiera sacarme la verdad a golpes. Mi piel está fría, el aire de esta maldita mansión se cuela por todos lados, pero no es eso lo que me tiene temblando.Me miro, de arriba abajo, y no sé quién carajo me está mirando de vuelta. Lev dice que soy su esposa, pero esta mujer en el reflejo no se siente como alguien que pertenece a nadie y mientras más me miro… la sensación no deja de aumentar.Mis dedos suben, lentos, y tocan las cicatrices que cruzan mi cuerpo como un mapa que no puedo leer.¿Qué es lo que me dicen? ¿Ellas saben quién soy? ¿Y por qué estoy dudando de la palabra de mi esposo?Las cicatrices son las que me deberían contar la verdad. No son pocas, y ninguna parece normal.Hay una en mi vientre, larga, horizontal, como si alguien hubiera usado una navaja para abrirme en dos. La rozo, y la piel está dura, rugosa, nada que ver con un “accidente” como el que Lev dice que tuve. Más arr
LEVElla está encima de mí, su cuerpo pequeño y caliente todavía pegado al mío, su respiración agitada rozándome el pecho. Sus piernas flanquean mis caderas, y el sudor de su piel se mezcla con el mío, como si me hubiera marcado.Estoy inmóvil, atrapado bajo su peso, y el aire se siente espeso, podrido. ¿Qué demonios hice? La dejé dominarme, montarme como si fuera suyo, y yo cedí, gruñendo como un animal en celo.Mis manos tiemblan de pura rabia, no contra ella, sino contra mí.La odio.La odio con cada fibra de mi ser, y aun así, me dejé. Me convertí en un maldito conejito asustado bajo sus manos, un conejo cachondo que se rindió a sus caderas. Pero ella debería ser la conejita, la presa temblando bajo mis garras, no yo.¡Joder! ¡Maldita hija de puta! Cree que de verdad soy su esposo.Me deslizo fuera de ella con cuidado, sus piernas flojas dejándome ir, y me levanto en silencio. No la miro. No quiero verla dormir, no quiero ver esa cara que me envenena. Camino al baño, mis pasos pes