Veinte años después
—¡No puedes casarte con él! —la voz de Federico Durance retumbó como un trueno dentro de los antiguos muros de la mansión, haciendo eco en cada rincón cargado de historia y orgullo.
Asha se puso de pie de inmediato, como si un rayo le hubiera atravesado el pecho.
Su respiración era errática, sus ojos, inyectados de rabia, brillaban por las lágrimas que aún se resistían a caer.
—¡Papá, yo lo amo! —gritó con la voz rota, como si al pronunciar esas palabras le arrancaran algo de adentro.
Federico no parpadeó. Su mirada se clavó como una daga en el joven que estaba detrás de su hija, un muchacho de mirada firme, pero que, para sus ojos, no era más que un oportunista.
—¡No lo conoces, Asha! —vociferó, señalándolo con un dedo acusador—. No sabes quién es en realidad, pero yo… yo puedo ver más allá de esa fachada. ¡Ese hombre no quiere tu amor! Quiere tu apellido, tu dinero, tu estatus… ¡Quiere todo lo que tú representas como Durance!
—¡Se equivoca, señor Durance! —interv