Quince días después, Sebastián volvió a casa.
El viaje se le había hecho eterno, aunque no precisamente por nostalgia o ganas de volver. Al cruzar la puerta principal, lo primero que lo sacudió fue un sonido inesperado: el llanto nítido de un bebé.
El ruido lo desarmó.
Por un instante, se quedó helado, con las maletas a medio soltar, mirándose las manos como si no entendiera por qué le temblaban.
Luego, las dejó caer al suelo con un golpe seco y se lanzó al interior de la casa.
Sus pasos resonaron en el mármol, apresurados, cargados de adrenalina.
Entró al salón.
Y ahí estaba ella.
Karen.
Sentada en el sofá, con una bebé en brazos, balanceándola con dulzura mientras intentaba calmar su llanto con caricias y murmullos suaves.
La escena era, en apariencia, tierna.
Casi perfecta.
Pero a Sebastián le pareció grotesca.
Se quedó de pie, inmóvil.
El corazón le palpitaba con fuerza, en el estómago le explotaba un miedo irracional, visceral. Algo no estaba bien.
Karen levantó la vista al ver