Dianella sintió que el corazón se le detenía cuando vio la escena: la jeringa brillante, amenazante, alzada como un arma en la mano de Karen. Intentó correr hacia ellos, pero la mujer se giró y le gritó con una voz cargada de furia y desesperación.
—¡Si te acercas, lo mato!
Sebastián forcejeaba, débilmente, su brazo atrapado por aquella mujer que alguna vez consideró su aliada, su compañera. Pero ahora... ahora era su verdugo.
—¡Karen, suéltame! —gimió con voz quebrada, mientras el sudor le corría por la frente—. ¿Qué estás haciendo?
Sus ojos se encontraron con los de Dianella, llenos de miedo y súplica. La puerta se abrió de golpe.
Una enfermera y un médico entraron al cuarto al escuchar los gritos.
—¡¿Qué demonios está pasando aquí?! —preguntó el doctor, paralizado al ver la escena.
—¡Quiere matarlo! —gritó Dianella, con voz rota por el pánico—. ¡Va a inyectarle aire en las venas!
Karen retrocedió un paso, temblando, pero aún sujetaba a Sebastián con fuerza.
Fue entonces que Thomas i