El amanecer llegó con una dulzura inusual.
Los primeros rayos del sol se colaban con suavidad a través de las cortinas de lino claro del cuarto de Melissa, como si incluso la luz supiera que ese no era un día cualquiera. Era un día marcado por el destino. Un día donde el pasado quedaba atrás y el futuro, al fin, se abría con esperanza.
La habitación estaba en calma. Solo el leve murmullo del viento y el trino lejano de los pájaros llenaban el aire. Melissa, envuelta en sábanas suaves, abrió lentamente los ojos.
Por un instante, se quedó quieta, como si quisiera prolongar ese momento de quietud, de paz… de certeza. Su corazón latía con fuerza, pero no era por ansiedad. Era una emoción limpia, profunda, luminosa.
Hoy se casaba con un hombre que le demostró que sí la amaba.
Hoy su historia cambiaba para siempre.
Se sentó en la cama, todavía descalza, y dejó que sus pies tocaran el suelo de madera. Cada gesto era lento, ceremonial.
Caminó hacia el espejo, donde colgaba su vestido. Al ver