—¡Tú! —bramó, poniéndose de pie como si cada fibra de su cuerpo ardiera en llamas—. ¡Tú mataste a mi abuela! ¡Tú deberías estar muerta, no ella!
Antes de que pudiera reaccionar, Federico la miraba con rabia, con frustración, como si fuese la culpable de todos los males que atormentaban su alma rota.
Ellyn apenas pudo gemir, sus dedos arañaban los brazos de él, buscando zafarse. El aire comenzaba a faltarle y las lágrimas corrían por sus mejillas en silencio.
Pero entonces, una de esas lágrimas, cargada de desesperación, cayó sobre la mano de Federico. Fue como una chispa de conciencia.
Sus ojos se encontraron, y él vio el miedo, el dolor, la tristeza genuina que habitaba en los de ella. La soltó.
Dejó caer sus manos como si de pronto pesaran una tonelada.
Ellyn cayó al suelo, jadeando, con los ojos desorbitados. Se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar con tanta intensidad que parecía una niña herida.
—¡Mátame entonces! —gritó entre llantos—. Si soy la culpable de todo lo