El corazón de Melissa dio un vuelco, apenas lo vio. Estaba ahí, arrodillado aún, con los ojos enrojecidos y los labios temblorosos.
Pero ella ya no lo miraba con amor. Ya no lo veía como el hombre que la había hecho soñar con una familia. Lo miraba como lo que era ahora: un desconocido, un traidor.
Sintió cómo una ola de rabia le subía desde el estómago, como una descarga eléctrica que recorría todo su cuerpo. Se apartó bruscamente.
—¡Suéltame, Sebastián! —gritó con una mezcla de furia y desesperación.
Él intentó aferrarse a ella, pero Melissa reunió la poca fuerza que le quedaba y lo empujó con firmeza. El impacto lo hizo caer de espaldas al suelo.
El golpe seco resonó en la habitación como una sentencia. Como el cierre brutal de todo lo que alguna vez fueron.
Sebastián se quedó allí, atónito, sin saber qué decir ni cómo levantarse.
Ella lo miró, ahora sin miedo, con la frente en alto y los ojos cargados de dolor.
—¿Por qué… por qué tienes la misma ropa de ayer? —preguntó con la voz