Mientras tanto, en otra habitación del hospital, Samantha se recuperaba rodeada de un silencio espeso y opresivo.
El reloj en la pared parecía moverse más lento, como si el tiempo se hubiera detenido a propósito para hacerla sufrir.
Sus dedos temblaban ligeramente sobre las sábanas, sus ojos clavados en la puerta con una mezcla de ansiedad y temor.
Cuando finalmente se abrió, su cuerpo se tensó.
—¿Y bien? —preguntó con voz temblorosa en cuanto la enfermera cerró la puerta detrás de sí.
La mujer, de rostro serio y uniforme impecable, bajó la mirada antes de pronunciar las palabras que sabía cambiarían el curso de muchas vidas.
—Ha muerto, la anciana de la familia Durance ha muerto —dijo con voz grave.
Samantha se quedó en blanco, como si no pudiera comprender lo que acababa de oír.
—¿Qué… qué has dicho?
—La señora Tina ha muerto, señorita —repitió la enfermera, sin alterar el tono de su voz.
Samantha palideció de inmediato, como si toda la sangre hubiera abandonado su rostro. Se llevó