—¡He sido descubierta! —susurró Aranza, con el corazón tambaleando dentro del pecho—. No… no puede ser. ¡No puede ser!
Su voz era apenas un eco quebrado, un murmullo lleno de terror. Pero en el fondo, por más que quisiera negarlo, lo supo. Estaba acabada.
El juego que había mantenido por años, manipulando vidas, arrancando identidades, destruyendo la verdad… había terminado. Ya no tenía a dónde huir, ni excusas, ni poder.
—¿Abuelo? —la voz de Federico la atravesó como un cuchillo—. No entiendo… por favor, sé claro. ¿Esto es una broma?
Markus Durance negó lentamente, su rostro desencajado por el dolor y la vergüenza.
Lo que iba a decir desgarraría los corazones de todos en esa habitación, pero era el momento. El momento de dejar que la verdad saliera a la luz, sin filtros ni consuelos.
—No, hijo… ojalá lo fuera —murmuró con tristeza, antes de levantar la mirada hacia Aranza—. Ella… —la señaló con el dedo tembloroso—. ¡Ella cambió a los bebés que nacieron en esta casa! Te arrebató de lo