—¡No, Ellyn! ¿Dónde está?
La desesperación en su voz fue un eco que desgarró el silencio de la madrugada.
Federico corrió hacia el auto, el corazón desbocado, como si intentara alcanzarla antes de que el destino se la llevara.
Detrás de él, el abuelo, con pasos más torpes, lo siguió a pesar del dolor que le pesaba en los huesos y el alma.
—¡Espera, muchacho! ¡No vayas solo!
Logró alcanzarlo justo antes de que el auto arrancara, y juntos subieron, con un chofer al volante, siguiendo a la patrulla policial como si esa dirección pudiera devolverles la esperanza.
—¡Ella no está muerta! —murmuraba Federico una y otra vez, fuera de sí, con la mirada desencajada—. ¡Ellyn no puede dejarme! No así... No ahora… Ella no está muerta, ¡no está muerta! ¡Esto es un castigo, eso es! Ella quiere que sufra… ¡Ella me está castigando!
Sus palabras eran un delirio, una plegaria rota, una negación desesperada.
El abuelo no dijo nada. No podía. Sus labios temblaban, pero no lograban pronunciar sonido alguno