Melissa se levantó de golpe, el corazón, palpitándole con rabia y decepción.
Dio unos pasos rápidos y se paró frente a él, mirándolo directo a los ojos, como si pudiera atravesar con la mirada todo ese escudo de indiferencia que él intentaba mantener.
—¡Sebastián! —exclamó con voz quebrada, aunque firme.
Él se detuvo. Giró lentamente hacia ella, con el ceño fruncido y el orgullo hecho trizas, como un hombre que ya no sabe cómo sostener su máscara.
—¿Qué? —gruñó, con cansancio en la voz.
—¿Cómo te atreves a amenazar a mi hija? —le escupió con dolor—. ¿¡Quién demonios te crees que eres!?
El silencio entre ellos fue apenas un segundo, pero pesaba como años.
Sebastián la miró como si le doliera el reproche, pero su rabia era más fuerte.
—¡Eres tú quien está arruinando nuestras vidas, Melissa! —respondió él, con voz alta, desesperada—. ¡Si tan solo dejaras todo atrás, si olvidaras los errores, podríamos ser felices otra vez! ¿Es que no lo ves? ¿Acaso quieres que nuestra hija crezca sin un p